Llegó el día...
y a modo de punch line voy a cerrar este ciclo narrando la historia de mi reciente renacimiento; te recomiendo leer antes la primera entrada de este blog "...Y aquí me hallo..." para ponerte en situación.
Siempre me han llamado la atención los detalles curiosos, por eso, no soy capaz de recitarte los ríos de España pero sí datos extraños, que aunque parecen no tener mucha utilidad podrían salvarte la vida. Entonces, la incógnita en esta entrada es: ante una situación de peligro que se da por primera vez ¿por quién te guiarías, por tu intuición o por tus conocimientos?

Todo empezó, cómo no, por una de mis "rabietas". Siempre reclamé a mis padres que no me llevaran de campamento cuando era pequeña. Eramos tres hermanos y todos sabemos lo costosos que son. Teníamos que compartirlo todo y, lógicamente, las inscripciones se disfrutaban individualmente, por tanto, no era una opción. Transité a la adultez aún con la esperanza de ir de campamento, pero pasada la mayoría de edad sólo se me ocurría una manera, realizar el curso de Monitores de ocio y tiempo libre e ir como monitora. Así lo hice, saqué el curso y acabé en la montaña palentina disfrutando de la experiencia con gente maravillosa: el equipo de Estarivel.
El comienzo no fue muy acertado. Llegué a un campamento en medio de la montaña, con menos sombra que en un pedregal y una medicación que me obligaba a evitar el sol. Complicado, pero no desistiría en mi empeño de continuar. Tras unos días de adaptación con insolaciones y quemaduras, gracias a la ayuda de mis compañeros y a que la montaña al fin me "acogió", conseguí encontrar un equilibrio que me permitió continuar con esta aventura: un paraguas que llevaba de sombrilla en todo momento. El sol no me iba a impedir que continuar hasta el final.
¡Llegó el día de salir de ruta! Me tocaba ser jefa de día y estaba muy contenta. Enseñamos a los chiquillos a preparar la mochila (pasaríamos dos días fuera del campamento) y, después, nos dispusimos a almorzar para coger energías. Tocaba pera y en mi grupo no era muy querida. Pensé que no les gustaba, pero en realidad les frustraba no saber pelarla. Convertimos el almuerzo en un juego de aprendizaje: pelamos juntos, comemos juntos y nos autocoronamos con la pegatina de la pera cuan preciado premio por la hazaña. ¿Por qué es importante en esta historia? porque esa pegatina me acompañó durante toda la aventura. Fue mi amuleto de fuerza💪.
Acabamos a las 12:26 y aproveché a contactar con la familia antes de continuar con las actividades. Busqué algo de sombra detrás de las tiendas de campaña, en un pequeño sendero que abrieron los compañeros al principio del verano para pasar rápidamente de una "campa" a otra. Medía apenas metro y medio de largo y estaba en cuesta descendente. Cuando hice el amago para sentarme en el suelo se me calló la cantimplora "colinita" abajo. Emití un suspiro de abatimiento. Casi estaba sentada y al estar en desnivel había que hacer algo de equilibrio. Decidí terminar de acomodarme en el suelo para coger impulso y estabilizarme mejor. ¿Conoces el dicho de vísteme despacio que tengo prisa? pues eso.
Posé mi mano en el suelo para coger impulso y al levantarme sentí cómo me pinchaba con algo similar a un espino. En ese momento creo que mi mente procesó toda la información que tenía al respecto en cuestión de segundos. Sentí el pinchazo. Escuché el sonido de la hojarasca mientras mi mano se posaba en el suelo...pero no sentí su tacto. Sólo podía haber una respuesta: no había llegado a tocar el suelo, por tanto, no podía haberme picado con nada, sin embargo, algo se había movido bajo mi mano porque reconocí el sonido. Recordé que estaba en una zona de víboras y que los fuegos de los alrededores habían provocado que subieran aún más las temperaturas este verano. Unido a las siegas de los campos, aumentaban las posibilidades de que salieran a la superficie. Estaba claro ¡me había mordido una serpiente!.
Tenía dos pequeñas heridas en el dedo índice que lo confirmaban y un hilo de sangre coagulada que salía como serpentina. Pegué un brinco e intenté localizar a la serpiente. Ahí estaba tan tranquila, a unos centímetros de mí. Retrocedí unos pasos y comenzó la asimiliación. Me puse a hablar en alto, a reñir a la víbora, diciéndole que por qué había hecho eso. Emití una gran cantidad de -¡no! ¡no! ahora sí que está liada-, -venga no pasa nada, tranquilízate y piensa-, me dije; también en voz alta.
Conocía el protocolo de serpientes gracias a Frank de la Jungla y algunos artículos de National Gaographic y sabía que lo último que se debe hacer es un torniquete o subir el brazo por encima de la cabeza. Hasta ahí todo bien, pero ¿cuánta distancia había hasta el primer hospital con medios para atenderme?. Cervera de Pisuerga estaba relativamente cerca, pero algo me decía que esto era grave. En cuestión de segundos la herida comenzó a oscurecerse. Así, la intuición ganó al conocimiento y decidí presionarme en la falange contigüa para ganar algo de tiempo. Me dirigí a la víbora, que aún seguía ahí puesto que transcurrió poco más de un minuto. El siguiente paso era poder identificarla. Como ya tenía las manos ocupadas no podía sacar el móvil ¿foto o torniquete? Me quedé mirándola un buen rato, los colores, la forma, longitud, ojos,... tengo una buena memoria fotográfica y confiaba en que si me fijaba a conciencia podría dibujarla más tarde. La verdad es que era hermosa. Me despedí de ella -no pasaba nada, no te lo tengo en cuenta-. Puede parecer ridículo, pero sabía que había sido un infortunio, que la serpiente no me identificó por algún extraño motivo y que yo era quién estaba invadiendo su hogar. Busqué ayuda. En un campamento te puedes imaginar la cantidad de niños de deambulan por ahí, pero tenía que disimular.
Una de mis compañeras dio el aviso a coordinación y me trasladó en su coche al Centro de salud de Cervera. Allí me insistieron en que debía soltar el dedo. Me negaba. Prefería sacrificar el dedo antes de arriesgarme a "hacer la cola con San Pedro"; como dicen mis amigos. Lo solté bajo regañadientes y empezó la espiral del dolor. De repente, sentía cómo me clavaban un hierro candente en la palma de la mano, se inflamaba de un modo desenfrenado, incluso por un momento pedí que me la cortaran porque no soportaba el dolor. ¿Dramático verdad? Si hubieras estado en esa habitación no te parecería tan loco. Tengo que decir que, gracias a la magia de los sedantes, no duró mucho.
La ambulancia estaba lista para trasladarme al hospital de Palencia pero debido a la gravedad tuve que esperar a una UVI móvil monitorizada; la cream de la cream de las ambulancias. En este punto, ya estaba decidida a hacer de este "percance" un mero trámite y, de aquí en adelante, me concentré en mi respiración e intenté mantener la calma para no preocupar a mi entorno.
Permanecí en observación, con frío local, corticoides y el brazo estirado hacia arriba para bajar la inflación ¿te acuerdas del protocolo? pues eso.
En teoría, este tipo de mordeduras producen una inflación que remite a las pocas horas, pero no era el caso. Intenté pensar en cosas positivas. Me imaginé volviendo para la hora de cenar al campamento. Tenía que acabar la aventura, pero esta idea se fue difuminando a medida que a los médicos se les desencajaba la cara cuando pasaban a verme. Di varios avisos a las enfermeras de que el veneno parecía extenderse. No entendían por qué no dejaba de subir y decidieron marcar el brazo. El veneno no podía rebasar esa línea. Imagina mi cara en este momento...¡yo si que no entendía nada!
Varios médicos de diferentes especialidades comenzaron a pasar por el box. Me preguntaban sobre las características de la serpiente, sobre las circunstancias, los tiempos,...no sabían qué estaba sucediendo y la piel de mi brazo no daba más "de sí". Pregunté por el suero antiofídico pero los riesgos de que fuera peor el remedio que la enferemedad eran muy altos, entre ellos la muerte, y antes debían saber qué tipo de serpiente me mordió. Estaban todos demasiado nerviosos y junto a la escasez de información me hicieron ponerme en lo peor.
Al rededor de 15 minutos después, sin ningún tipo de explicación, cuatro médicos rodearon mi cama y me dijeron que tenía que avisar a mi familia: me llevaban de urgencia al quirófano. La situación era un síndrome compartimental por envenenamiento de 4º grado y principio de necrosamiento nervioso. Suena chungo ¿eh?. En realidad yo me encontraba tranquila. Estaba preparada para conocer el desenlace y, por supuesto, con incertidumbre por mi brazo.
Entré al quirófano y los semblantes de aquel equipo era un poema -os veo muy nerviosos, no me estáis dando ninguna seguridad, os voy proponer un acertijo para que os relajéis: os encontráis con un hombre en medio del desierto muerto, desnudo, sin señal alguna a su alrededor y con tan sólo un pequeño palo en su mano-; el mismo acertijo que me lanzaron mis niños aquella mañana. El cirujano "jefe" me informó: los nervios y tejidos se empezaban a asfixiar, por lo que, me abrirían el brazo con la esperanza de drenarlo y evitar la amputación. Seguidamente, la enfermera me pregunta si estoy preparada para introducir el suero, lo harían a la vez que la sedación para no esperar más. Justo en ese momento me advierte de que tengo una pegatina en el brazo e hizo el amago de quitármela -¡no! es la pegatina de la pera de mis niños, sólo pido que me la dejéis puesta-. Se me derramó una lágrima y me quedé dormida.
Al despertar, fui a comprobar que mi brazo seguía ahí. No podría describir mis sensaciones cuando lo vi, incluso estaba mi dedo. No podía respirar por el dolor y pronto me pusieron "un viajecito" de morfina como decíamos por allí. A la mañana siguiente, tenía el brazo completamente muerto. Se me caía, literal. Lo veía pero no lo sentía. Este día realicé la matrícula de este máster; admito que estoy en el grupo 4 porque no estaba muy lúcida y ni siquiera sabía lo que significaba eso del grupo. Nuevamente, los sedantes me hicieron perder la consciencia del tiempo, pero sé que pasaron dos días hasta mi primera cura.
Aún no sabía muy bien qué me habían hecho, qué me encontraría al retirar el vendaje. Sólo sabía que no me podía mover, ni comer porque entraría varias veces a quirófano durante unos días. Eran 5 incisiones repartidas entre la mano y el antebrazo, 120 puntos en total, y lo realmente impactante es que mi brazo seguía abierto. Respirando. No sé por qué, moví un dedo para ver qué pasaba y comprobé la perfección de nuestro mecanismo interno. Maravilloso y desagradable a partes iguales.
El brazo estaba muy morado y la inflamación tenía que bajar para poder cerrar, si no, habría que abrir por más lados, pero a base de bolsas de hielo durante un par de días, comenzó a bajar. Por fin veía algo de luz.
Volvió el equipo de cirujanos para bajarme a quirófano: me iban a cerrar las heridas. Me hicieron un montón de preguntas sobre el acertijo y pareció motivarles porque hicieron una obra de arte en 5 intensas horas. Nada más salir, una ambulancia me trasladó a Valladolid para poder continuar con mi recuperación cerca de mi familia. Me llevaron a la planta de "los supervivientes". Conocí gente increíble que me enseñó a ver la parte positiva de lo que estaba pasando, mis fortalezas y lo afortunada que era por haber ganado este pulso. Navegué entre días de profunda tristeza por el daño que había provocado a mi alrededor y el dolor, y días de absoluta euforia por estar ahí, -estoy bien- a pesar de todo. Cada día despertaba con una parte del cuerpo diferente inflamada, a medida (según los médicos) que el veneno neutralizado recorría mi cuerpo. A todo esto, era el mono de feria del hospital. Médicos, enfermeras, celadores, curiosos...todos pasaban por mi habitación para conocer más sobre la historia. Esto unido a las anestesias y demás fármacos sacó mi parte más divertida y también la más borde (por decirlo suave).
El día que me dieron el alta, con zapatillas de peluche en agosto y un pijama corto de piñas, miré al cielo (desde la habitación no podía) y di las gracias en alto a la naturaleza por seguir acogiéndome en su hogar.
Una vez en casa todo se hizo muy complicado, era totalmente dependiente y eso distaba mucho de mi forma de ser; inquieta y productiva. Admito que tuve el mejor cuidador que podía tener, pero las emociones rebosaban. Llamé a mi padre desesperada. No sabía cómo iba a terminar mi brazo y sentía que no soportaría seguir así mucho tiempo. Lejos de compadecerme, soltó varias carcajadas. Era extraño, pero se le veía más feliz que nunca -cariño, ¿no te das cuenta? lo hemos hecho, hemos vencido juntos, y el tiempo nos curará a todos-. Tenía mucha razón.
A día de hoy, continúo recuperándome. Ellos me siguen cuidando. He descubierto que cicatrizo que da gusto y que no vale la pena proyectarse en un futuro incierto. La vida está llena de infortunios y muchas veces no es cuestión de conocimiento o intuición, porque esos no se pueden controlar. Lo que sí está a nuestro alcance es vivir el presente y exprimirlo como se merece. La vida son cambios. Amargos, dulces, pero afrontables. ¿Mi consejo? Los 4 cuerdos de la sabiduría tolteca: no hagas suposiciones, no te tomes nada a lo personal, da siempre lo máximo de ti y sé impecable con tus palabras; a los que me gustaría añadir: ama, déjate amar y vive.
Ahora sólo espero volver a "rodar" pronto y terminar mi aventura en Perapertú junto a mis compañeros de equipo. Prepararemos la hoguera y, por fin, llegaré al campamento para cenar.
Gracias a todos, por todo.
¡Nos vemos por los pasillos!
Tu historia me sorprenderá siempre, da igual las veces que la lea. Ya te lo he dicho, pero lo repito: tengo mucho que aprender de ti. Gracias por sacar de esta experiencia las fuerzas para seguir y por enseñarle al mundo que las cicatrices que son parte de ti existen para recordarte la fortaleza que llevas por dentro. ¡Eres enorme!
ResponderEliminarAi...Alba! mil gracias por sentirlo así. Eres de la pocas personas que me dejan sin palabras. No sé si es fortaleza, pero, sin duda, tus comentarios me hacen sentir que la llevo por bandera. Que bonita confusión estar en el grupo 4 y conocerte. Tu si eres enorme!! :) :)
ResponderEliminar